En este post te presentamos varias versiones originales de la fábula del avaro y el oro, una historia que ha perdurado por generaciones. A través de estas narrativas clásicas, descubrirás las lecciones sobre la codicia y las consecuencias de acumular riqueza sin propósito.
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El avaro y su oro escondido
En una aldea lejana, vivía un hombre llamado Aurelio, conocido por ser extremadamente avaro. Pasaba sus días trabajando arduamente, no por el placer de vivir, sino para acumular cada moneda que ganaba. Aurelio nunca disfrutaba de su dinero. En lugar de gastar en comida deliciosa o en ropa nueva, lo escondía todo en un cofre enterrado en un rincón oculto del bosque, bajo un viejo roble.
Cada noche, sin falta, Aurelio caminaba sigilosamente hacia el lugar donde había enterrado su tesoro. Se aseguraba de que nadie lo siguiera, miraba a su alrededor con desconfianza y desenterraba el cofre solo para mirarlo. Nunca lo usaba, solo se contentaba con saber que estaba ahí, seguro bajo su cuidado.
Sin embargo, un día, un ladrón que había estado observando los movimientos de Aurelio decidió seguirlo al bosque. El ladrón, que había notado las repetidas visitas nocturnas de Aurelio, lo siguió sin que el avaro lo notara. Esa noche, cuando Aurelio se marchó tras observar su cofre, el ladrón aprovechó la oportunidad para desenterrarlo y llevarse todo el oro.
A la mañana siguiente, Aurelio regresó a su lugar secreto, como hacía todos los días, pero al desenterrar el cofre, lo encontró vacío. Desesperado, comenzó a gritar y llorar en el bosque.
Un viejo campesino que pasaba por ahí escuchó los gritos y se acercó a preguntar qué sucedía.
—¡Mi oro! —exclamó Aurelio entre lágrimas—. ¡Todo mi oro ha desaparecido!
El campesino, extrañado, le preguntó:
—¿Y qué hacías con ese oro?
Aurelio, con la voz entrecortada, respondió:
—Nada. Solo lo miraba.
El campesino, con una sonrisa sabia, le dijo:
—Entonces, si no lo usabas para nada, ¿por qué no enterraste una simple piedra en su lugar? Habría sido lo mismo.
Aurelio quedó en silencio. En ese momento, comprendió que su apego por el oro no le había traído más que angustia, y que nunca lo había disfrutado realmente.
El avaro y la trampa del oro
En un reino alejado, vivía un mercader llamado Baltasar, quien era conocido por ser el más rico del pueblo, pero también el más codicioso. No compartía su riqueza con nadie, y cada vez que alguien pedía ayuda, él se negaba, aferrándose a su oro como si su vida dependiera de ello.
Baltasar tenía una enorme caja de hierro escondida en el sótano de su casa. Cada día, al cerrar su tienda, bajaba las escaleras secretas y abría la caja para contar sus monedas. Se quedaba horas mirándolas, incapaz de disfrutar de nada más en su vida.
Un día, mientras caminaba por el mercado, un anciano pobre se le acercó.
—Por favor, señor, una moneda para comprar pan —pidió el anciano.
Baltasar, furioso, lo rechazó bruscamente.
—¡Vete de aquí! No tengo nada para ti.
El anciano, con una mirada triste, se alejó murmurando:
—Tu oro será tu perdición.
Esa noche, Baltasar bajó como siempre a contar sus monedas. Pero esta vez, al abrir la caja, la encontró vacía. Desesperado, comenzó a buscar por toda la casa, convencido de que alguien había entrado a robarle.
Al día siguiente, corrió al mercado, donde encontró al anciano.
—¿Sabes algo sobre mi oro? —gritó Baltasar.
El anciano, con una sonrisa tranquila, respondió:
—Tu codicia te ha cegado, y ahora tu riqueza te ha abandonado. A veces, lo que guardamos tan celosamente nos acaba destruyendo.
Baltasar, incrédulo, regresó a casa solo para encontrar la caja aún vacía. Con el tiempo, comprendió que su oro nunca le había dado felicidad y que su vida estaba vacía, no por la pérdida de sus riquezas, sino por haber vivido solo para acumularlas.
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La codicia de Aurelio y su tesoro dorado
En un valle remoto vivía un hombre llamado Aurelio, conocido por su inmensa avaricia. Desde joven, había acumulado una gran cantidad de oro y joyas, pero nunca lo compartía con nadie. Para él, la mayor felicidad era ver crecer su tesoro, al cual cuidaba celosamente. Cada noche, cuando todos dormían, Aurelio se dirigía a una cueva oculta en las montañas, donde había escondido su cofre lleno de riquezas.
Aurelio pasaba horas admirando sus monedas de oro, pero nunca las usaba para mejorar su vida. Vivía en una casa vieja y gastada, comía lo mínimo para sobrevivir y no tenía amigos, pues su codicia lo había apartado de todos. Su única compañía eran los brillantes reflejos del tesoro en la oscuridad de la cueva.
Un día, mientras regresaba a su casa después de admirar su cofre, Aurelio fue seguido por un ladrón que había estado observando sus movimientos durante semanas. El ladrón, astuto y sigiloso, esperó a que Aurelio se alejara lo suficiente para entrar a la cueva y llevarse todo el oro.
Cuando Aurelio volvió la noche siguiente, encontró el cofre vacío. El avaro, al ver su tesoro desaparecido, cayó de rodillas, llorando desesperadamente.
—¡Mi oro! ¡Todo lo que he acumulado durante tantos años! —gritaba.
Un campesino que pasaba cerca escuchó los gritos de Aurelio y se acercó.
—¿Qué te sucede, amigo? —preguntó el campesino.
—¡Mi oro ha sido robado! —respondió Aurelio entre sollozos—. ¡Todo lo que tenía se ha ido!
El campesino, sabio en su humildad, le preguntó:
—¿Y qué hacías con ese oro?
Aurelio, aún llorando, contestó:
—Nada, solo lo miraba cada noche.
El campesino, con una sonrisa bondadosa, le dijo:
—Entonces, ¿de qué te sirve ese oro? Si no lo usabas para nada, era como si nunca lo hubieras tenido.
Aurelio, por primera vez en su vida, comprendió que su obsesión por el oro no le había dado más que soledad y angustia.
Baltasar y el cofre perdido de oro
En una próspera ciudad vivía un comerciante llamado Baltasar, conocido por su fortuna y su inmenso apego al oro. Aunque sus negocios florecían y la gente lo respetaba por su éxito, todos sabían que Baltasar era incapaz de compartir ni una sola moneda. Cada día, cuando el sol se ponía, Baltasar se retiraba a su bodega secreta, donde guardaba un gran cofre lleno de oro.
Baltasar nunca utilizaba su riqueza. Aunque vivía en una casa hermosa, se negaba a gastar en placeres o comodidades. Para él, el simple acto de contar sus monedas y verlas brillar bajo la luz de una lámpara era su mayor alegría.
Una noche, después de haber cerrado sus negocios, Baltasar fue a la bodega como de costumbre. Pero cuando abrió el cofre, lo encontró vacío. Todas las monedas que había guardado con tanto recelo habían desaparecido. Aterrorizado, Baltasar salió corriendo a la calle, buscando a alguien que pudiera ayudarlo.
Se encontró con un anciano sabio que, al verlo tan alterado, le preguntó qué sucedía.
—¡Mi oro ha sido robado! ¡Todo lo que tengo ha desaparecido! —gritaba Baltasar con desesperación.
El anciano, con calma, le preguntó:
—¿Qué hacías con ese oro? ¿Lo usabas para mejorar tu vida o la de otros?
Baltasar, aún temblando, respondió:
—No, solo lo contaba cada noche.
El anciano, con una sonrisa sabia, le dijo:
—Si no lo usabas, entonces ya lo habías perdido desde hace mucho tiempo. El oro solo tiene valor cuando se emplea en algo bueno.
Baltasar quedó en silencio, sin saber qué decir. Comprendió que su codicia lo había dejado sin nada, no por la pérdida del oro, sino porque nunca lo había disfrutado verdaderamente.
El avaro y el deseo de más oro
En una región montañosa y lejana vivía un hombre llamado Rufino, famoso por su enorme fortuna, pero también por su codicia sin fin. Rufino era un hombre que nunca estaba satisfecho con lo que tenía, siempre quería más. En su mente, la verdadera felicidad solo se encontraba en acumular más y más oro. Aunque ya poseía varios cofres llenos de monedas, joyas y piedras preciosas, nunca dejaba de buscar nuevas formas de incrementar su tesoro.
Un día, mientras caminaba por el bosque, Rufino encontró una pequeña cueva que nunca había visto antes. Dentro, se topó con un anciano de aspecto frágil, que parecía estar esperando a alguien.
—Salve, viajero —dijo el anciano con una voz profunda—. He estado aquí esperando a alguien que desee más de lo que tiene.
Rufino, intrigado por las palabras del anciano, preguntó:
—¿Quién eres, y por qué dices eso?
El anciano, con una sonrisa enigmática, respondió:
—Soy el guardián de los deseos. Puedo concederte cualquier deseo que tu corazón anhele, pero debes elegir con sabiduría.
Rufino, cegado por su codicia, no dudó ni un segundo.
—Deseo más oro. Más del que puedo imaginar. Que llueva oro del cielo para mí.
El anciano asintió lentamente, y sin más palabras, desapareció en el aire, dejando a Rufino solo en la cueva.
Cuando Rufino salió, el cielo comenzó a oscurecerse, y de repente, empezaron a caer monedas de oro del cielo. Desbordado de alegría, Rufino corrió a recogerlas, pero las monedas no dejaban de caer. Pronto, el oro comenzó a cubrir todo el valle, llenando su casa, su jardín, e incluso los campos donde los aldeanos cultivaban sus cosechas.
Al principio, los habitantes del lugar compartían la emoción de Rufino. Sin embargo, con el paso de los días, el oro se convirtió en una maldición. Cubría los cultivos, bloqueaba los caminos y hacía que las herramientas fueran inútiles. La abundancia de oro no permitía que nadie viviera en paz. Rufino intentaba cargar con todo el oro que podía, pero pronto se dio cuenta de que no había manera de detener la lluvia dorada.
Finalmente, el pueblo quedó sepultado bajo toneladas de oro, y Rufino, atrapado en su propia codicia, entendió que su deseo había destruido todo lo que conocía.
El tesoro maldito de Severino el avaro
En una villa rodeada de colinas verdes y fértiles, vivía un hombre llamado Severino, quien, a pesar de poseer una enorme fortuna, vivía como un mendigo. Severino se negaba a gastar un solo centavo de su oro y siempre decía: «¿Para qué gastar si puedo tener más?» Mientras los demás aldeanos vivían felices y disfrutaban de sus pequeñas riquezas, Severino vivía solo en una choza pequeña, alejada del pueblo.
Cerca de su casa había una cueva secreta, donde Severino escondía su tesoro. Nadie más sabía de su existencia. Cada día, Severino iba a la cueva, abría su cofre, y se deleitaba viendo brillar sus monedas y joyas bajo la tenue luz de una linterna.
Un día, mientras Severino admiraba su oro, apareció una extraña figura. Era un ser alto y delgado, cubierto con un manto oscuro, que se deslizó en silencio hasta donde estaba Severino.
—¿Quién eres? —preguntó Severino, aterrorizado.
—Soy el espíritu de esta cueva —respondió la figura con una voz suave—. Y he venido porque he notado tu apego enfermizo por este oro.
Severino, temblando, respondió:
—¡Es mío! Lo he ganado con mi esfuerzo. No puedes quitármelo.
El espíritu, con una sonrisa que Severino no podía ver bajo el manto, le ofreció un trato.
—No voy a quitarte tu oro —dijo—. De hecho, te ofrezco duplicarlo cada día, pero hay una condición.
Severino, siempre deseoso de tener más, aceptó el trato sin pensarlo.
—¿Cuál es la condición? —preguntó impaciente.
—Cada día que pases sin tocar ni mirar tu oro, este se duplicará. Pero si fallas y lo tocas antes de tiempo, todo desaparecerá para siempre.
Severino aceptó con entusiasmo y salió de la cueva, decidido a esperar el mayor tiempo posible para que su fortuna creciera. Durante los primeros días, todo marchaba bien. Cada mañana se levantaba pensando en cuánta riqueza estaría acumulando, y su corazón se llenaba de emoción.
Sin embargo, con el paso del tiempo, la tentación de ver su tesoro comenzó a ser demasiado fuerte. Una mañana, no pudo resistir más. Se dirigió a la cueva, y cuando llegó, abrió el cofre con una sonrisa triunfante.
Pero para su horror, el cofre estaba vacío. Todo su oro había desaparecido, tal como el espíritu había advertido. Desesperado, Severino comprendió que su codicia lo había llevado a perder todo.
La codicia sin fin de Teodoro y el oro encantado
En una lejana aldea, vivía un hombre llamado Teodoro, conocido por su incansable ambición y su deseo insaciable de riqueza. A pesar de ser el hombre más rico de la aldea, Teodoro nunca estaba satisfecho con lo que tenía. Desde joven había aprendido que, en su mente, la verdadera felicidad estaba en poseer más y más oro. Nadie en el pueblo entendía por qué alguien con tanto deseaba aún más, pero la respuesta era simple: Teodoro estaba obsesionado con el poder que le daba su fortuna.
Un día, mientras caminaba por el mercado, escuchó rumores sobre un tesoro escondido en lo profundo del bosque encantado, un lugar que pocos se atrevían a visitar. Decían que aquel tesoro estaba maldito, pero también que quien lograra poseerlo sería el hombre más rico del mundo. Teodoro, seducido por la idea de aumentar aún más su fortuna, decidió aventurarse en el bosque en busca del mítico tesoro.
Al llegar al bosque, la oscuridad se cernía sobre él. El viento susurraba advertencias que Teodoro, cegado por su codicia, ignoró por completo. Tras horas de caminar, encontró una cueva escondida entre los árboles. En su interior, vio un brillante cofre de oro que parecía emanar una luz propia. Sin dudarlo, corrió hacia él y lo abrió con manos temblorosas.
Dentro del cofre encontró monedas de oro, más brillantes y pesadas de lo que jamás había visto. En su emoción, comenzó a llenar su saco con el oro, sin notar que, poco a poco, algo extraño empezaba a sucederle. Su cuerpo se volvía más rígido, sus manos ya no se movían con facilidad, y su corazón latía cada vez más despacio.
—¿Qué me está pasando? —se preguntó en voz alta, pero ya era demasiado tarde.
Un espíritu que habitaba en la cueva apareció ante él. Con una voz profunda y resonante, le dijo:
—Este oro está maldito. Todo aquel que lo toca con codicia queda atrapado para siempre, como parte de él.
Teodoro, con horror, se dio cuenta de que su cuerpo comenzaba a transformarse en oro. Sus piernas ya no se movían, sus brazos eran fríos y rígidos, y su corazón, hecho de oro sólido, dejó de latir. Teodoro se convirtió en una estatua dorada, rodeado del tesoro que tanto ansiaba, pero del cual jamás podría disfrutar.
Con el tiempo, la cueva y el cofre permanecieron ocultos en el bosque, y los aldeanos contaban la historia de Teodoro, el hombre que, en su codicia, encontró su perdición.
Lorenzo y el oro del pozo sin fondo
Hace mucho tiempo, en una tierra lejana, vivía un hombre llamado Lorenzo, quien pasaba sus días obsesionado con la búsqueda de más riquezas. A pesar de haber nacido en una familia humilde, Lorenzo se había convertido en un próspero comerciante gracias a su esfuerzo. Sin embargo, su amor por el oro lo consumía. No importaba cuánto tuviera, siempre sentía que necesitaba más para sentirse seguro.
Un día, escuchó la historia de un misterioso pozo en las afueras del reino. Se decía que aquel pozo no tenía fondo y que quien arrojara oro en él vería multiplicada su riqueza al día siguiente. La leyenda contaba que cuanto más oro lanzaras al pozo, más recibirías de vuelta. Intrigado por la promesa de riquezas infinitas, Lorenzo decidió viajar al lugar para probar suerte.
Al llegar al pozo, observó cómo algunos viajeros arrojaban monedas y joyas en su interior. Los días siguientes, regresaban al pozo y encontraban el doble de lo que habían ofrecido. Esto solo alimentó la codicia de Lorenzo. En su primera visita, arrojó una pequeña bolsa de monedas. A la mañana siguiente, como prometía la leyenda, encontró el doble de oro esperando por él.
Satisfecho pero no completamente feliz, Lorenzo decidió aumentar su apuesta. Volvió al pozo y esta vez arrojó todas las joyas y el oro que había acumulado a lo largo de los años. Durante la noche, no pudo dormir pensando en cuánta riqueza recibiría al amanecer. Sin embargo, cuando llegó el siguiente día, el pozo estaba vacío. No había oro, ni joyas, ni señales de su tesoro.
Desesperado, Lorenzo gritó al pozo, exigiendo que le devolviera su riqueza. Pero una voz profunda salió de sus entrañas:
—Has dado más de lo que podías perder, y ahora te quedas con nada. El pozo solo devuelve lo que se ofrece con humildad, no con codicia.
Lorenzo, comprendiendo demasiado tarde su error, se desplomó junto al pozo. Lo había perdido todo, no solo su riqueza, sino también su dignidad y su paz.
Con el tiempo, el pozo fue olvidado por otros viajeros, y la historia de Lorenzo quedó como una advertencia para aquellos que, en su afán de tener más, pierden todo lo que realmente importa.
Esperamos que estas versiones de la fábula el avaro te hayan hecho reflexionar sobre el valor de la generosidad y el propósito en la vida. Si te gustaron, no dudes en compartir este post y continuar explorando historias que enseñan importantes lecciones.