La fábula el niño y los dulces es una historia clásica que nos enseña sobre la importancia de la moderación. En este cuento, un niño aprende que ser demasiado ambicioso puede llevar a perder lo que ya se tiene, una lección valiosa para todas las edades.
Tenemos una larga lista de fábulas cortas, orientadas para niños y adolescentes, aprende los mejores valores y enseñanzas que hay en todo internet.
El Niño y el Tarro de Dulces
Había una vez un niño llamado Tomás que era muy aficionado a los dulces. Un día, su madre le regaló un gran tarro de dulces de colores, lleno de caramelos de todos los sabores. La madre de Tomás le advirtió:
—Tomás, no debes comer todos los dulces de una vez. Disfrútalos poco a poco para que te duren más tiempo.
Tomás, aunque escuchó a su madre, no podía dejar de mirar el tarro lleno de caramelos. Tan pronto como su madre salió de la habitación, decidió abrir el tarro. Sus ojos brillaban al ver los dulces, y su ambición creció.
—Solo tomaré un puñado —se dijo a sí mismo—. No pasará nada si tomo unos cuantos.
Con esa idea en mente, metió su mano en el tarro, pero su deseo de tener todos los dulces de una vez fue tan grande que intentó sacar el puñado más grande posible. Sin embargo, su mano, llena de caramelos, quedó atrapada en la abertura del tarro.
Tomás tiraba y tiraba, pero no podía sacar la mano. El tarro era grande y pesado, y cuanto más intentaba liberarse, más difícil se hacía. Tomás comenzó a desesperarse.
—¡Ayuda, estoy atrapado! —gritó desesperado.
Su madre, al escuchar sus gritos, entró corriendo en la habitación. Al ver la situación, sonrió amablemente y le dijo:
—Tomás, si solo intentaras tomar unos pocos dulces, podrías sacar la mano sin problema. Estás atrapado porque intentas agarrar demasiados a la vez.
Tomás, comprendiendo la lección, soltó algunos caramelos y pudo sacar la mano fácilmente con unos pocos dulces en ella.
—Lo siento, mamá. Quería todos los dulces de una vez, pero me doy cuenta de que es mejor disfrutar de las cosas con moderación —dijo Tomás.
Desde ese día, Tomás aprendió a ser paciente y a no ser codicioso, disfrutando de los dulces poco a poco.
El Niño y los Dulces Prohibidos
Había una vez un niño llamado Carlos que amaba los dulces más que cualquier otra cosa. Su madre siempre le decía que los dulces debían comerse con moderación, pues comer demasiados podía hacerle mal. Un día, su madre le dio permiso para comer solo un caramelo, ya que más tarde tendrían una gran comida en familia.
—Carlos, no debes comer más de un dulce. Si lo haces, no tendrás hambre para la cena —le advirtió su madre.
Carlos asintió, pero al ver la jarra llena de dulces en la mesa, su tentación fue demasiado grande. Cuando su madre se distrajo, Carlos aprovechó para acercarse al tarro y abrir la tapa en silencio. Sus ojos se iluminaron al ver tantos caramelos de diferentes colores.
—Solo un dulce más —pensó Carlos, tomando uno y llevándolo a su boca rápidamente.
Pero el sabor del dulce era tan delicioso que no pudo resistir la tentación de tomar otro. Y otro. Antes de darse cuenta, había comido más de diez caramelos, uno tras otro, sin detenerse.
Poco después, Carlos empezó a sentir dolor en el estómago. Se sentó, sujetándose la barriga, y se sintió mal.
Cuando su madre regresó, lo vio pálido y quejándose del dolor.
—Carlos, te advertí que no comieras más de un dulce. Ahora estás pagando el precio de tu desobediencia —le dijo, preocupada.
Carlos, arrepentido, miró a su madre y dijo:
—Lo siento, mamá. No debí dejarme llevar por mi deseo de comer más dulces. Ahora lo entiendo.
Aunque el dolor de estómago duró un rato, Carlos aprendió que comer con moderación no solo es mejor para su salud, sino que también le permite disfrutar más de las cosas.
Tenemos más fábulas con moraleja, léelas y aprende nuevos valores y los mejores consejos para ser una persona ejemplar.
El Niño y los Dulces Dorados
Había una vez un niño llamado Martín que vivía en una pequeña aldea. Un día, mientras caminaba por el mercado, se encontró con un puesto de dulces. Pero no eran dulces comunes, sino que brillaban con un resplandor dorado. Martín nunca había visto nada igual y, emocionado, se acercó a la vendedora.
—¿Cómo puedo obtener uno de esos dulces dorados? —preguntó Martín con curiosidad.
La vendedora, con una sonrisa, respondió:
—Estos dulces son muy especiales, Martín. Con uno solo, podrías disfrutar del sabor más delicioso que jamás hayas probado. Pero debes tener cuidado, ya que si comes más de uno, podrías sentirte muy mal.
Martín, intrigado, compró uno de los dulces dorados. Lo sostuvo en sus manos, admirando su brillo, y decidió probarlo. Al morder el dulce, el sabor fue tan increíble que Martín sintió que nunca había probado algo tan delicioso en su vida.
—¡Qué maravilla! —exclamó—. Debo tener más.
A pesar de la advertencia de la vendedora, Martín regresó al puesto y compró más dulces dorados. Uno tras otro, los fue comiendo, incapaz de detenerse. Pero, al poco tiempo, Martín comenzó a sentir un fuerte dolor en el estómago.
Se sentó en una banca, sujetándose la barriga con las manos. El dolor era insoportable.
La vendedora, al verlo desde su puesto, se acercó y le dijo con ternura:
—Te advertí que solo uno era suficiente, Martín. La ambición de tener más puede llevar al malestar.
Martín, con lágrimas en los ojos, respondió:
—Debí haberte escuchado. Un solo dulce era perfecto, pero mi deseo de más me hizo sentir mal.
Desde ese día, Martín aprendió a disfrutar las cosas en su justa medida y a no dejarse llevar por el deseo de tener más de lo necesario.
El Niño y los Dulces de la Tentación
En un pequeño pueblo, había un niño llamado Samuel que siempre soñaba con comer todos los dulces que pudiera encontrar. Un día, mientras jugaba en el campo, descubrió una casa mágica que nunca había visto antes. La puerta estaba entreabierta, y el dulce aroma de caramelos y chocolates salía de la casa.
Samuel, emocionado, entró y se encontró con mesas llenas de dulces: caramelos, chocolates, gomitas y todos los dulces que alguna vez había imaginado. En el centro de la mesa, había una nota que decía: «Toma lo que quieras, pero no tomes más de lo que necesitas.»
Sin pensarlo dos veces, Samuel comenzó a llenar sus bolsillos con dulces. Quería llevarse todo lo que pudiera. Mientras más tomaba, más quería, y pronto, sus bolsillos estaban llenos y aún seguía recogiendo más.
Pero cuando intentó salir de la casa, se dio cuenta de que la puerta se había cerrado y no podía abrirla.
—¿Qué está pasando? —gritó Samuel, asustado.
De repente, una voz suave llenó la habitación.
—Te advertí que no tomaras más de lo que necesitabas, pero tu codicia te ha atrapado. Ahora estás atrapado por tu propio deseo.
Samuel, asustado y arrepentido, comenzó a soltar los dulces. Poco a poco, a medida que liberaba los caramelos de sus bolsillos, la puerta de la casa mágica comenzó a abrirse de nuevo.
Cuando finalmente soltó todos los dulces, la puerta se abrió por completo, y Samuel salió corriendo de la casa, con el corazón palpitando.
Desde ese día, Samuel aprendió a ser más cuidadoso con sus deseos y a no dejarse llevar por la tentación de tener más de lo que necesitaba.
El Niño y los Dulces del Bosque Encantado
En una pequeña aldea, vivía un niño llamado Mateo, conocido por su insaciable amor por los dulces. Un día, mientras caminaba por el bosque, descubrió un sendero que nunca había visto antes. Guiado por su curiosidad, decidió seguir el camino, que lo llevó hasta un árbol mágico lleno de dulces colgando de sus ramas.
Los caramelos brillaban bajo el sol, y el aroma dulce que emanaban era irresistible. Mateo se acercó y, con una sonrisa, tomó un caramelo de una de las ramas.
—¡Qué suerte la mía! —exclamó—. ¡Un árbol lleno de dulces solo para mí!
Sin pensarlo dos veces, Mateo comenzó a arrancar más y más dulces, llenándose los bolsillos y comiendo sin parar. Pero cuanto más comía, más hambre tenía. De repente, empezó a notar que, a pesar de que comía más, los dulces ya no tenían el mismo sabor.
—Algo no está bien —pensó Mateo mientras intentaba tomar más dulces del árbol.
De repente, el árbol comenzó a hablar con una voz profunda:
—Mateo, mi magia está aquí para compartir, no para que te lo lleves todo. Si sigues tomando más de lo que necesitas, nunca quedarás satisfecho.
Sorprendido, Mateo dejó caer los dulces y miró al árbol.
—Lo siento, no quería ser egoísta —dijo Mateo—. Ahora entiendo que no se trata de tener más, sino de disfrutar lo que ya tengo.
El árbol mágico sonrió y los dulces volvieron a brillar con su delicioso aroma. Mateo, más sabio, tomó solo un dulce para saborearlo lentamente y regresó a casa, agradecido por la lección.
El Niño y el Cofre de Dulces
Había una vez un niño llamado Daniel que, al pasear por el mercado, vio a un anciano con un cofre lleno de dulces. El anciano, que había notado los ojos brillantes de Daniel, lo llamó.
—Hola, pequeño. Este cofre está lleno de los mejores dulces del mundo. Puedes tomar los que quieras, pero solo si dejas espacio para otros niños también.
Daniel, emocionado por la oportunidad, asintió rápidamente y se acercó al cofre. Los dulces eran de todos los colores y sabores que podía imaginar. Pero cuando comenzó a tomar algunos, su deseo de tener más lo superó. Quería llenar sus bolsillos con tantos dulces como pudiera.
—Solo un poco más —se decía a sí mismo mientras llenaba sus manos y bolsillos.
Sin embargo, al intentar levantar todo lo que había tomado, el peso de los dulces era demasiado. Tropezó y todos los caramelos cayeron al suelo, esparciéndose por todas partes.
El anciano, viéndolo desde la distancia, se acercó y dijo:
—Daniel, te advertí que solo tomaras lo que necesitabas. Al querer más de lo que podías llevar, lo perdiste todo.
Daniel, avergonzado, se inclinó para recoger los dulces, pero el anciano lo detuvo.
—La próxima vez, recuerda que es mejor tomar solo lo que puedes disfrutar. La codicia te hace perder lo que ya tienes.
Daniel, arrepentido, comprendió la lección y decidió tomar solo un par de dulces, prometiendo que no volvería a ser tan codicioso.
El Niño y el Dulce que No Terminaba
En un pequeño pueblo, vivía un niño llamado Lucas que amaba los dulces más que cualquier otra cosa. Un día, mientras paseaba por el mercado, se encontró con un anciano que vendía un dulce especial.
—Este es un dulce mágico —le dijo el anciano—. Solo necesitarás uno, pues nunca se acabará. Pero recuerda, si no sabes cuándo detenerte, el dulce perderá su sabor.
Lucas, emocionado, compró el dulce y, sin pensarlo dos veces, empezó a disfrutar de su sabor. Era el mejor dulce que jamás había probado, y como el anciano había dicho, no parecía terminarse.
Pasaron horas y Lucas seguía comiendo. Cuanto más comía, más quería seguir disfrutando. Pero, poco a poco, comenzó a notar que el dulce ya no sabía tan bien como antes. Sin embargo, no se detenía. Creía que, si seguía comiendo, el sabor regresaría.
Al final del día, Lucas estaba cansado y con el estómago revuelto. El dulce ya no le traía placer, solo un cansancio interminable. Decepcionado, volvió al mercado en busca del anciano.
—¿Qué me ha pasado? —preguntó Lucas—. El dulce era delicioso al principio, pero ahora ya no me gusta y no puedo parar de comer.
El anciano lo miró con una sonrisa comprensiva.
—Te advertí que supieras cuándo detenerte. El placer de las cosas reside en saber disfrutarlas con moderación. Si te dejas llevar por el exceso, perderás la capacidad de apreciar lo que tienes.
Lucas, comprendiendo la lección, dejó de comer el dulce y, desde ese día, aprendió a disfrutar de las cosas en su justa medida, sin dejarse llevar por el deseo de más.
El Niño y el Montón de Dulces
Había una vez un niño llamado Julián que, un día, al regresar de la escuela, encontró en la mesa de su casa un gran montón de dulces. Su madre había recibido una caja de regalo y decidió compartirla con él. Los ojos de Julián se iluminaron al ver tantos caramelos de diferentes formas y colores.
—Puedes comer algunos —dijo su madre—, pero no exageres o te sentirás mal.
Julián asintió, pero la tentación era demasiado grande. Comenzó con uno, luego otro, y antes de darse cuenta, había comido una gran cantidad de dulces. Su boca se llenaba de sabores deliciosos, pero no podía detenerse. Quería probarlos todos.
Pasó el tiempo y, de repente, Julián comenzó a sentirse mal. Su estómago estaba hinchado y tenía ganas de vomitar. Se sentó en el suelo, sosteniéndose la barriga, arrepentido de no haber escuchado a su madre.
—¡Ay! Creo que comí demasiado —se quejó Julián.
Su madre lo miró con una mezcla de preocupación y enseñanza.
—Te advertí que no comieras tanto. Los dulces están para disfrutarlos, pero si no sabes detenerte, solo te harán daño.
Julián, con el estómago revuelto, aprendió una valiosa lección ese día. A partir de entonces, siempre se aseguraba de comer dulces con moderación, disfrutándolos sin exagerar.
El niño y los dulces nos recuerda que ser codicioso no trae felicidad, sino que puede resultar en la pérdida de lo que ya hemos ganado. La moderación es la clave para disfrutar de lo que poseemos y aprender a ser más sabios.