Un Cuento Naco de Navidad​

Un Cuento Naco de Navidad es una historia que mezcla el humor y las tradiciones navideñas con un toque único. A través de esta historia, nos sumergimos en las travesuras y situaciones cómicas que pueden surgir durante las fiestas, sin perder de vista el verdadero significado de la Navidad.

Si te gustan las fábulas cortas, tenemos una gran selección de relatos llenos de enseñanzas valiosas para los más pequeños. Estas historias son perfectas para compartir en familia y aprender mientras nos divertimos.

Un Cuento Naco en Navidad

Un Cuento Naco en NavidadEra la mañana del 24 de diciembre en la colonia Las Margaritas, un barrio polvoriento en las afueras de la gran ciudad, donde las casas estaban pintadas con combinaciones imposibles de colores chillones y las series navideñas colgaban disparejas entre un poste de luz oxidado y una antena de televisión hecha con alambres retorcidos.

La familia Morales—compuesta por Don Chava, Doña Lulu, la abuela Chonita, El Güero (el hijo mayor), La Chofis (la hija menor) y un sobrinito que decían era adoptado pero que en realidad nadie sabía de dónde había salido—se preparaba para la gran fiesta de Navidad. Pero, como cada año, la preparación dejaba mucho que desear. Era un ritual medio “naco”, como decían los vecinos, pero qué importaba: lo esencial era pasársela bien, echarse un ponche con piquete y romper la piñata, aunque fuera reciclada de la posada del año pasado.

Aquella mañana, Don Chava salió a la calle, con su panza cervecera asomando por debajo de la camiseta blanca manchada de mole, a inspeccionar las decoraciones navideñas. Tenía un gorro de Santa Claus con el borlote aplastado, que se había ganado hace tres años en la posada de la tortillería, cuando acertó en la canasta de básquet improvisada con un aro sin red. Se quedó contemplando los foquitos que parpadeaban a ratos, porque la luz de la colonia se iba a cada momento. Mientras, Doña Lulu, dentro de la casa, andaba a las carreras preparando el menú navideño: tamales de masa quién sabe de cuándo, rellenos de pollo que en realidad parecía más pellejo que carne, y un champurrado demasiado espeso, mezcla de maíz y chocolate barato, que hacía crujir los dientes.

—¡Chava, ya deja de ver esos foquitos y échame la mano con la olla!— gritó Lulu desde la cocina, abanicándose con su delantal lleno de manchones rojos.
—Ahorita voy, mujer, nomás estoy checando que la extensión no se vaya a achicharrar— contestó él, rascándose la panza.
Pero la extensión ya estaba achicharrada de antes; se le veían los cables pelados. Nada más que Don Chava tenía la fe en que esta Navidad aguantaría otros dos parpadeos.

Dentro de la casa, la abuela Chonita rezaba con fervor frente a una figurita de yeso del Niño Dios, que estaba tan despintada que parecía un muñequito de plástico hallado en el tianguis. A su lado, sobre una mesita coja, un Nacimiento compuesto por animalitos despostillados y un San José que había perdido el bastón completaba el cuadro. La abuela no decía nada, pero mascullaba rezos a su manera: “Que esta Navidad no se me ahoguen en el champurrado”, “Que el cable del arbolito no prenda fuego a las cortinas”, “Que la piñata no se desfonde antes de tiempo”. Sus plegarias eran sencillas, propias de una Navidad naca pero bien intencionada.

El Güero, el hijo mayor, se había puesto su playera brillante—una roja con la imagen de un Santa Claus cuyo traje parecía de lentejuelas—para impresionar a la vecina de enfrente, la Lupita, de la cual estaba enamorado desde las fiestas patrias, cuando la vio gritar “¡Viva México!” con una cornetita de plástico. Ahora, con la Navidad encima, El Güero soñaba con robarle un beso bajo el muérdago. Claro, el muérdago en la colonia Las Margaritas era un montón de ramas secas colgadas con una cinta canela, pero con algo de fe y unas cervezas encima, la imaginación hacía milagros.

La Chofis, por su parte, se la pasaba peinándose una y otra vez, buscando el mejor ángulo ante un espejo biselado que había ganado su papá en una tanda. Se quería ver espectacular para la posada de la noche, cuando llegaran los primos, las tías y uno que otro colado. Iba a estrenar unos guaraches con suela de llanta que compró a mitad de precio en el mercadito del domingo. Le emocionaba el relajo, las risas, las bromas pesadas y, sobre todo, el intercambio de regalos, donde cada año aparecía alguna chuchería peor que la anterior: calcetines con rombos, calzones rojos, llaveros con la imagen de la Virgen, bolsas de mandado y hasta un disco pirata de cumbias navideñas.

A medida que avanzaba el día, la casa se llenaba de aromas estrafalarios: el champurrado quemado, las velas aromáticas de pino artificial, el suavitel barato de las servilletas mal lavadas y un incienso que la vecina había pasado para “dar ambiente”. El ambiente navideño en la colonia era ruidoso: desde las 10 de la mañana se escuchaban cuetes, cohetes, palomas y luces de bengala, porque el respeto al calendario era lo de menos. Los chamacos corrían descalzos en las calles terraceros, gritando: “¡Ya va a ser Navidad, perro!”, mientras las señoras barrían el patio con la escoba rota y las tiendas de la esquina vendían refrescos tibios a precio inflado.

La posada estaba programada para la noche, así que por la tarde había que adornar el patio. El patio de la casa de los Morales era una mezcla de asador oxidado, una lavadora vieja que ya no servía, una silla de plástico con el asiento roto y tres macetas con nopales. Sobre el asador colocaron una serie de foquitos parpadeantes que cambiaban de color medio chuecos, y amarraron la piñata a un cable que iba del tejado a un poste de la luz. La piñata era una estrella de siete picos hecha con periódico, engrudo y diamantina, pero la mitad de la diamantina se le había caído el año pasado y ahora brillaba poco. Aún así, era la protagonista. En su interior había tejocotes arrugados, cacahuates rancios, dulces de tamarindo chicloso y unas cuantas galletas rotas. Nadie se quejaría; en la colonia todo el mundo estaba acostumbrado a los tesoros medio chafas.

Un Cuento Naco en NavidadEn cuanto el sol comenzó a bajar y el cielo adquirió ese tono anaranjado sucio, los familiares fueron llegando. Primero apareció el tío Reinaldo, con una chamarra de mezclilla llena de parches y un sombrero de paja. Traía una caja de cervezas tibias y unos chicharrones en bolsa transparente. Detrás de él, la tía Marucha, maquillada como si fuera a un show de travestis, con un vestido verde escarchado y una bolsa roja falsa de marca “Dolce Gamarra”. Venía quejándose de sus pies, que le dolían por los tacones que había comprado en oferta. Luego arribaron los primos: El Beto y El Charly, vestidos con playeras fosforescentes y gorras planas, diciendo groserías y presumiendo sus nuevos celulares pirata que tenían un ringtone de banda a todo volumen. La abuela Chonita fruncía el ceño, pero se hacía la que no oía nada.

La mesa para la cena estaba improvisada con tablones y sillas disparejas. Sobre un mantel de plástico con motivos navideños (que en realidad eran renos medio deformes), colocaron los tamales y un suetercito al Niño Dios, porque la abuela Chonita decía que no podía faltar. El menú era tan variado como económico: tamales verdes, tamales rojos, tamales medio morados (nadie sabía por qué), champurrado con grumos, arroz con pasas y, de postre, gelatina de mosaico hecha con leche agria. Pero ¿quién se iba a fijar en eso? Lo importante era echar el cotorreo.

Antes de empezar la cena, llegó la vecina Lupita con su familia. El Güero casi se tragó la lengua. Lupita traía una blusa con lentejuelas doradas, un pantalón de mezclilla apretado y zapatillas de plástico transparente, de esas que se ven en el tianguis a 100 pesos el par. Se veía “bien naca”, decía la tía Marucha en susurros, pero al Güero le parecía una diosa. De inmediato se ofreció a llevarle un refresco. Lupita le sonrió y él sintió que el corazón se le inflaba como globo de cantoya. La Navidad prometía.

Mientras tanto, en el centro del patio, los tíos ponían música. Sacaron una bocina gigante, de esas que se ven en las fiestas de barrio. Sonaba una cumbia navideña a todo volumen, y los vecinos que pasaban por la banqueta se asomaban con curiosidad. Empezaron a repartir mezcal en vasitos de plástico y uno que otro empezó a gritar “¡Arriba la Navidad, raza!” con el brazo en alto. La posada ni siquiera había comenzado formalmente con los peregrinos, las velas o las letanías, pero a nadie le importaba. Lo que querían era pachanga, y la tenían.

Al caer la noche, ya todos medio entonados, alguien gritó: “¡La piñata, la piñata!” y empezaron a organizar el turno para romperla. Primero iban los niños. La Chofis, con los ojos vendados, agarró un palo de escoba y le dio con fuerza a la piñata. Como estaba mal amarrada, la piñata se ladeó, se rompió uno de sus picos y se soltó un puñado de cacahuates y dulces rancios. Los niños se abalanzaron, gritando como poseídos. Hubo empujones, codazos y un llanto agudo cuando un chamaco se quejó de que le habían pisado la mano. Mientras tanto, los adultos, muertos de risa, animaban a seguirle pegando para que cayera más. El segundo en darle fue El Beto, que entre risas y groserías estrelló el palo contra el poste y se descalabró levemente. Nada grave, un poco de sangrita y pa’ lante. Al final, la piñata quedó hecha trizas, el piso lleno de migajas y todos felices.

La cena fue un verdadero festín. Alguien comenzó a repartir los tamales. Estaban duros, con la masa resecada, pero uno aprendía a disfrutar lo que había. El champurrado estaba tan espeso que se podía masticar, pero eso le daba un toque único. La tía Marucha sacó un tequila de dudosa procedencia y todos echaron un traguito para bajar el bocado. Las risas iban y venían, mientras la música seguía retumbando en el patio. La abuela Chonita miraba todo con resignación, como aceptando que la Navidad, con sus costumbres pasadas de moda, ya no era lo que antes, pero al menos la familia seguía unida, y eso valía más que un pavo horneado.

Un Cuento Naco en NavidadDe pronto, se escuchó un “¡Aaay mi madre!” y un chispazo iluminó la noche. Era la extensión de los foquitos navideños que había terminado por fundirse, provocando un corto circuito momentáneo. La luz del patio se fue por unos minutos, dejando a todos a media oscuridad. Se oyeron risas nerviosas, hasta que el tío Reinaldo sacó su celular y alumbró con la pantalla. Afortunadamente, la instalación de la colonia era tan precaria que la luz regresó solita, como si nada hubiera pasado. Don Chava maldijo en voz baja, pero no se inmutó: ya sabía que algo así podía suceder.

Entre una cumbia y otra, el Güero reunió valor para invitar a bailar a Lupita. Ella aceptó, y ambos se movieron torpemente bajo la mirada curiosa de todos. Parecían gallinas espantadas, pero ellos se sentían como en una pista de baile profesional. El Güero le contó un chiste, Lupita se rió a carcajadas y él, aprovechando el jolgorio, le dio un beso en la mejilla. La tía Marucha tomó una foto con su celular pirata, asegurando que “el Face se va a poner bueno con esta foto”. Todos gritaban “¡Que se besen, que se besen!”, mientras la Chofis aplaudía y Doña Lulu lloraba de emoción, pensando que su hijo por fin “andaba quedando” con alguien decente, aunque fuera una muchacha con zapatillas de plástico.

Terminada la cena, llegó el momento del intercambio de regalos. Hacía ya semanas que se habían anotado en un papelito, pero como nadie se organizaba bien, la mitad había olvidado a quién le tocaba darle regalo. La otra mitad compró lo primero que encontró: una taza con el logo de un partido político, una bufanda tejida con estambre barato, unos guantes de mercado, y hasta un portarretratos con la foto de un paisajito mal impreso. Cuando la Chofis abrió su regalo y vio un par de calcetines con renos, puso cara de asco, pero fingió que le gustaba. El Beto recibió una playera tres tallas más pequeñas, y le echó la culpa a su tía Marucha: “¿Pos cómo la compra tan chiquita?”. La tía se encogió de hombros: “Era la última que quedaba, mijito”. El Güero recibió un CD pirata de “Villancicos con Banda”, y Lupita, misteriosamente, sacó de su bolsa una pulsera de plástico que le regaló al Güero para corresponder a su gentileza. Él, fascinado, se la colocó y prometió no quitársela jamás (hasta que el plástico le sacara ronchas).

A medida que la noche avanzaba, la música cambió a un popurrí de cumbias y norteñas. Alguien empezó a gritar: “¡Saquen las chelas!” y las cervezas tibias de la tarde ahora parecían frías del fresco de la noche. El baile se animó. La abuela Chonita se quedó dormida en una mecedora, ronroneando oraciones. Don Chava se puso a discutir con el tío Reinaldo sobre el resultado de un partido de fútbol de hace 10 años, y las tías chismosas formaron un círculo aparte para rajar del peinado de la sobrina que se había cortado el fleco horrible. El ambiente era 100% naco, sí, pero 100% auténtico.

De pronto, la tía Marucha propuso hacer una dinámica: “¡Vamos a cantar villancicos!” Nadie se sabía bien las letras, así que improvisaron. Cantaban “Noche de paz” con la melodía de una cumbia y entre risas se les olvidaba la letra, así que terminaban tarareando o insertando groserías entre líneas. La vecina Lupita se animó y soltó un “Feliz Navidad, próspero año y felicidad” a grito pelado, desafinando a más no poder. Los primos respondieron lanzando cacahuates al aire. Una bacanal navideña, diría cualquiera con ínfulas de poeta, pero ellos lo llamaban “la buena vibra de la Nochebuena”.

Cerca de la medianoche, la abuela Chonita se despertó sobresaltada. Era hora de arrullar al Niño Dios, decía. Sacaron la figurita de yeso despintada, la envolvieron en un retazo de tela vieja y la mecieron entre dos personas que apenas podían contener la risa. Todos hicieron silencio forzado mientras la abuela rezaba un Padrenuestro. Fue un momento medio solemne, aunque interrumpido por El Charly, que soltó un eructo que no pudo reprimir. La abuela lo fulminó con la mirada, y El Charly murmuró un “Perdón, abuelita” con la cabeza gacha.

Cuando dieron las doce, todos se desearon “¡Feliz Navidad!” entre abrazos, jaloneos y uno que otro codazo involuntario. Se intercambiaron más risas, más chistes. Los cuetes retumbaron en la calle, los perros ladraban asustados, y en alguna parte, un mariachi improvisado tocaba “Las Mañanitas” a quien sabe quién. La colonia entera vibraba con la energía desbordada de una Navidad naca, sin lujos, sin pavo, sin copas de cristal, pero con el calor humano de la familia, la amistad y la cerveza tibia que a esas horas ya no importaba.

Después de la medianoche, algunos ya muy cansados empezaron a despedirse. El tío Reinaldo tenía que manejar su vocho destartalado de regreso a su colonia, y la tía Marucha decía que sus pies ya no aguantaban los tacones. Se fueron con una bolsa de tamales que sobraron, repitiendo “Gracias, estuvo bien chido, luego nos vemos en Año Nuevo”. Los primos siguieron con el relajo un rato más, pero al final, poco a poco, la familia se dispersó. La abuela Chonita se fue a dormir murmurando sus oraciones, la Chofis y el Güero quedaron barriendo los restos de la piñata y recogiendo latas vacías. Doña Lulu terminó guardando el champurrado sobrante en una olla, con la esperanza de recalentarlo al día siguiente (quién sabe quién se lo tomaría, pero era un pecado tirarlo).

Ya solos, bajo la tenue luz de un foco ahorcado en el patio, El Güero y Lupita se quedaron conversando un rato más. Él, nervioso, le confesó que le gustaba desde hacía tiempo. Ella, con una sonrisa, le dijo que se notaba, y que le caía bien su familia, así toda “naca” como decían por ahí, porque al final ser “naco” era tener un estilo propio, sin pretensiones, sin poses, con la felicidad a flor de piel. Se dieron un beso, esta vez en la boca, suave, con sabor a tamal y champurrado, con la radio del vecino sonando a la distancia.

Al final, la Navidad en la colonia Las Margaritas había sido un éxito. Sin pavos rellenos, sin regalos elegantes, sin villancicos bien entonados, sin ni siquiera una instalación eléctrica decente. Pero eso no importaba. Lo esencial estaba ahí: la familia reunida, la gente pasándola bien, el amor en ciernes, la risa fácil, la improvisación y el ingenio para armar una fiesta con casi nada. A la mañana siguiente, los restos de la piñata, los cacahuates aplastados, los confetis dispersos, las latas vacías de cerveza y las cáscaras de tamal serían el testimonio de una noche inolvidable.

Y así, entre el aleteo de las gallinas que dormían en el corral de al lado y los ronquidos de algún tío que se quedó dormido en una silla, la nochebuena se diluyó en un amanecer polvoso y silencioso. La Navidad había pasado como un vendaval de risas, de colores chillones y sabores extraños, dejando en el aire ese aroma entre chafa y entrañable que nadie podía negar. La colonia entera se vio envuelta en esa magia peculiar, en esa energía “naca” que, bien vista, era la expresión más pura de la alegría en medio de la precariedad.

El próximo año, quién sabe cómo sería la Navidad. Tal vez con la piñata parchada con cinta adhesiva, tal vez con otro cortocircuito, tal vez con tamales aún más duros. Pero seguro que la familia se volvería a reunir, y seguro que las risas no faltarían, y que El Güero y Lupita estarían un poco más enamorados, y que la abuela seguiría rezando por que el Niño Dios no se descascare más. Así era la vida en Las Margaritas, así eran las fiestas, así era una Navidad naca: imperfecta, caótica, pero llena de vida.

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Gracias por acompañarnos en este viaje de cuentos. Esperamos que hayas disfrutado de las historias y que te sigan inspirando en esta temporada. ¡Que la alegría de la Navidad te acompañe todo el año!